El proceso de privatización del sistema sanitario público en la Comunidad de Madrid cumple ya 17 años. En 2004 se inició este proceso, con el traspaso a empresas privadas de todo tipo de infraestructuras sanitarias, llegando incluso la asignación forzosa de cientos de miles de pacientes de los centros públicos a los centros privados.
El resultado inmediato de estas maniobras fue la reducción de la financiación de los centros públicos, es decir, el inicio de su asfixia económica. En los nuevos centros privados aparecieron nuevas categorías profesionales, creadas ex profeso para asumir las funciones de otras categorías equivalentes en el Servicio Madrileño de Salud (SERMAS). Estos nuevos profesionales cayeron en manos de subcontratas sin ninguna experiencia en el sector y que eran -y son- propiedad de fondos de capital riesgo, bancos y constructoras.
En lo que respecta al personal médico contratado por estas empresas, se incorporó la modalidad del “médico freelance”, que contrataba directamente con la empresa privada su actividad por días o por actos médicos. Se establecieron incluso incentivos perversos para premiar las altas prematuras o la reducción de ingresos mediante filtros en los servicios de urgencias que nada tenían que ver con criterios médicos.
Paralelamente, los profesionales de los servicios públicos veían como cada vez debían asumir más tareas, ya que el presupuesto que debía ir destinado a mantener y ampliar las plantillas de los centros públicos para llevar adelante su trabajo se destinaba a empresas privadas. Estas empresas sacaban, y sacan, beneficio económico del dinero público que las alimenta mediante la explotación de sus trabajadores, con sueldos mínimos y excesos de horas de trabajo.
Todo este fenómeno se ha traducido en una situación que conocemos perfectamente: centros de salud paralizados por el colapso, incapaces de atender las necesidades en salud de los habitantes de sus barrios ante la falta absoluta de inversión y organización por parte de los gerentes.
Centros hospitalarios desbordados ante los retrasos diagnósticos cada vez mayores, listas de espera que no dejan de crecer. Servicios de Salud Pública escuálidos o inexistentes, sin capacidad para detectar y abordar los cada vez más graves problemas de salud generados por los problemas económicos, laborales, ambientales, alimentarios…
Todo ello sin mejoras salariales, de jornada ni de plantilla, con el consecuente incremento de la carga de trabajo y un devastador burnout profesional.
Mientras, los seguros privados están cada vez más al alza, con un ascenso en la cifra de asegurados de más de 11 millones y una facturación que ya supera los 9.000 millones de euros anuales.
Durante todo este descenso hacia el desastre, los sindicatos institucionales han sido colaboradores fundamentales. Desde su presencia en mesas sectoriales y comités de empresa, avalaron desde el primer minuto los planes de privatización con su firma. Incluso se negaron a participar de las movilizaciones encabezadas por usuarios/pacientes que, con buen sentido común, advirtieron lo que ocurría.
Estos sindicatos, lejos de mirar por los trabajadores del sector, se han dedicado a ejercer engañosos juegos de manos para intentar hacer creer a los profesionales que se estaban consiguiendo mejoras laborales cuando, de hecho, las condiciones no han dejado de empeorar. Así, en vez de sindicatos hablamos de meras gestorías, donde los problemas de los profesionales se resuelven de forma individual, siempre abogados mediante y buscando el visto bueno de la empresa.
Junto con estos supuestos sindicatos, sociedades científicas, colegios profesionales, asociaciones de pacientes, organizaciones de consumidores…. miraron para otro lado, clamando por una supuesta defensa de la sanidad pública mientras olvidaban convenientemente apuntar al origen de la situación: el desvío sistemático de dinero público a conglomerados empresariales.
En esta parálisis han colaborado también muchas formaciones políticas que, desde la izquierda del capital y bajo la intención de “asaltar los cielos” y proclamas similares, capitalizaron el descontento del sector, tanto de trabajadores como de usuarios, para canalizarlo hacia aventuras partidistas que no han conseguido ninguna mejora de la situación. Una vez más, en vez de señalar a la parasitación del dinero público como origen del problema, las acciones se han centrado en pretender ganar las batallas electorales a sus rivales políticos. Creemos necesario hacer entender que el problema es sistémico, que no se soluciona con una dimisión o cambiando unas siglas por otras.
El resultado de todos estos movimientos, aparentemente opuestos pero en el fondo todos a favor de la corriente privatizadora, ha sido el adocenamiento de los trabajadores, paralizados e incapaces de organizarse para lograr los necesarios cambios radicales en la situación.
El panorama del sector es, en resumen, el de trabajadores desmoralizados y desunidos. Desmovilizados bajo falsas banderas y promesas imposibles y despojados de las principales herramientas de lucha. Ante la posibilidad de una huelga sanitaria, los medios de comunicación y aparatos propagandísticos encienden las máquinas para cargar las tintas sobre los propios empleados, culpándoles de los retrasos y la ineficacia, desviando el foco de los auténticos responsables: los gestores del sistema sanitario. Estos no sólo ven desviada su responsabilidad, sino que aprovechan la situación para profundizar en la contratación de servicios privados, con la excusa de solucionar los retrasos que causan los sanitarios movilizados.
Por todo lo aquí expuesto entendemos que un sindicalismo que participa, o aspira a participar, de las mismas instituciones políticas y empresariales que han ideado, consentido y ejecutado la financiación masiva de empresas privadas con dinero de la sanidad pública no pueden de ninguna manera conseguir las mejoras necesarias de la atención sanitaria y de las condiciones laborales de sus trabajadores, ya que no puede existir una cosa sin la otra.
En definitiva, tanto el sindicalismo institucional como el sindicalismo electoralista son modelos agotados. Se necesita un debate de todos los implicados para buscar nuevas herramientas para el enfrentamiento.
Es preciso un nuevo “sindicalismo social” que defienda los intereses generales (de usuarios y de trabajadores) para buscar alianzas más amplias, basado en la rotación y posible revocación en todo momento de los delegados elegidos, que abra un debate sobre el modelo sanitario democrático, descentralizado y basado en la Atención Primaria que necesitamos para enfrentar la más que probable destrucción del Sistema Nacional de Salud en los próximos años.
La atención sanitaria para todos garantizada y tutelada por el Estado es ya algo del pasado y será obligado pensar en estructuras de atención descentralizadas y con gestión compartida con la población.